¿Qué ocurre cuando tu bebé nace por cesárea y quiere contártelo? Esta historia es real. Hace unos años una mujer la explicó en un foro, y desde mi memoria he querido retransmitirla de nuevo porque aquel post sería imposible de recuperar hoy en día, pero la historia merece ser contada:
Hace unos días nació mi hija. Fue mediante cesárea y ello hizo que estuviéramos separadas cerca de dos horas. Durante ese tiempo estuvo todo el rato en los brazos de papá, que me la entregó cuando llegué.
La estaba sosteniendo en mis brazos, nerviosa yo y nerviosa ella… me temblaba el cuerpo, no sé si del frío o de la analgesia; sin poder moverme, llena de gasas y compresas, triste por haber estado tanto rato sin ella, por no haberla parido como esperaba, y angustiada por el temor y el miedo que acababa de sentir, un rato antes, cuando me dijeron «tendrá que ser cesárea».
¿Cesárea? ¿Por qué yo?
Una parte de mí me decía que podría ser. Siempre puede ser. No en la mayoría de ocasiones, pero todas conocemos casos de embarazos estupendos, mujeres jóvenes, partos que parecían que iban a ir rodados, que acaban en cesárea.
Y me tocó vivirlo. Y durante un buen rato, me tocó vivirlo sola. Porque estaba entre profesionales, pero no me sentí acompañada durante un buen rato… hasta que llegó un ángel.
Demasiado silencio, demasiada ¿decepción? ¿La mía? ¿La de ellos? ¿Mejor no hablar para que no me exprese? ¿Mejor callar? ¿Mejor que no lo piense? ¿Dirán que no fui capaz? ¿Dirán que no pasa nada? ¿Y mi familia? ¿Y el reciente papá? ¿Que lo importante es que la bebé esté bien?
Por supuesto. Eso es lo más importante. Pero el susto no me lo quita nadie. Ni las lágrimas que caían hacia mis oídos, tumbada, y que quise secarme segundos antes de oír un «No te muevas, cariño»… y el vago recuerdo (espero haberlo soñado) de una voz, al fondo, diciendo algo así como «Si no, la atamos».
«Perdón, no me muevo».
¿Y papá? ¿Por qué no conmigo?
Papá se quedó fuera. La palabra «cesárea» conlleva aún, en muchos hospitales, que la pareja tenga que esperar fuera sufriendo la incertidumbre durante minutos que parecen horas. Un lapso de tiempo terrible en el que se da cuenta de que todo escapa a su control, deseando que no le pase nada a ninguno de los dos.
Ni a su compañera de vida, ni al que será su otro nuevo compañerito de vida, o compañerita, en este caso.
—Lo siento, cariño. No la has podido ver nacer.
—¿Pero qué dices? No tienes nada que sentir —me dijo naturalmente comprensivo.
No, claro que no. No es algo que yo haya decidido. Ni es culpa mía. Pero esto me va a acompañar mucho tiempo, así que necesitaba decírselo para que me diera esa respuesta.
La eternidad en forma de cesárea
Yo también lo sentí, claro. El mismo lapso de tiempo eterno, esperando… cada segundo una hora, sin poder darle la mano a él; sin poder compartir, ni que sea, el saber que a través de su mano podemos ser dos.
Yo lo vivo todo, está claro. Soy yo la que está tumbada con el vientre abierto. Soy yo la que tendrá que recuperarse de la cesárea y que tendrá que hacerlo lo antes posible, porque me van a exigir que sea no una buena madre: la mejor madre, la mejor mujer, la mejor esposa, la mejor trabajadora, y que a las 16 semanas entregue a mi niña a un sistema al que le da igual si me abren o no, si por entonces mi hija está preparada para vivir sin mí, o si yo estoy preparada para vivir sin ella.
Parece poco, ¡¡pero me iría tan bien su mano para compartir un poquito de toda esta carga!! Yo sé que en muchos hospitales puede entrar la pareja, ¿por qué aquí no?
«Perdona bonita, pero no es el momento de hacer reivindicaciones. Estate tranquila que te tenemos aquí con la barriga abierta».
Mi ángel
De repente noté unas manos que me acariciaban el pelo. Quise mirar el rostro de la persona que las movía, mientras una de ellas bajaba hacia mi hombro. Observé unos ojos oscuros, de mujer, casi diría de mujer joven, que me miraban con cariño, enmarcados entre una mascarilla y un gorro.
«TE VEO», me decían esos ojos. Y solo pude apretar los labios para ahogar el llanto, mirarla fijamente y asentir para decirle con mi gesto: «¡GRACIAS!». Quise coger su mano, pero frené el impulso para que no me invitaran de nuevo a estarme quieta.
Tumbada, partida en dos por una talla que me impedía ver y ser consciente de que esa parte de mi cuerpo seguía siendo mía, sintiendo que estaban a punto de arrancarme otra parte de mi cuerpo (mi bebé, mi niña), esas manos, esos ojos, se convirtieron en mi salvación, aunque ella no lo supiera.
Mi pequeña…
«¿Va todo bien? ¿Cuándo habréis acabado? ¡Quiero oírla llorar!»
Y de repente la vi. La vi y me vio. Nos miramos. ¡Qué ojos tan grandes! ¡Qué bonita!
Le pude dar un besito y se la llevaron. «¿Adónde?»
—Se la llevan con papá —me dijo mi ángel —enseguida estaréis juntas otra vez… ¡lo has hecho tan bien! —me dijo. Y la creí. Sus ojos eran tan sinceros, que no pude hacer más que creer que de verdad yo había hecho algo. Y que lo había hecho bien. Fuera lo que fuera.
¡Ven con mamá!
Y vuelvo al principio del relato. Estaba con papá, que al verme llegar me la dio enseguida. Era el momento de decidir el nombre. Jolín, diréis que somos un desastre, y probablemente tengáis razón: ¿quién tiene a su hija en sus brazos y aún no tiene claro qué nombre ponerle?
Ya era urgente. Necesitaba poder llamarla por su nombre. Me disponía a comentarlo con él, cuando entró en la habitación una mujer que se presentó como matrona.
—Hola, soy Inés. ¿Cómo estás?
—No lo sé. ¡Feliz, supongo! —y arranqué a llorar al ver sus ojos oscuros.
Le tendí la mano, pidiéndole que ahora sí me la cogiera. No sé muy bien por qué lo hice… fue un gesto automático. Supongo que necesitaba conectar con ella para darle las gracias, y en ese momento solo se me ocurrió darle mi mano, con la esperanza de que fuera suficiente.
Me la cogió y me volvió a decir que lo había hecho muy bien. Y luego se quedó mirando a mi niña, en mis brazos, y decidió que no estábamos lo bastante cerca.
—Creo que ahora necesita contarte algo —me dijo mientras me invitaba a abrirme la camisa para dejar mi pecho descubierto. Me ayudó a ponerla piel con piel encima de mí, a notar su cuerpecito sobre mi piel, notar su calor, sentirla, de nuevo. Otra vez juntas. Otra vez yo. Ella, que vino de mí, ella que soy yo, conmigo.
—Mi niña… —susurré mientras notaba que todo mi cuerpo empezaba a soltar un poco de toda la tensión acumulada (solo un poco… unas horas después necesitaría un buen rato de llanto y de hablar con el reciente padre para soltarlo todo).
—Ahora seguramente llorará un ratito. Es normal, te va a contar lo que le ha pasado —añadió la matrona.
Me estremecí al oírla decir eso. Pobrecita mi niña… llora si lo necesitas; cuéntamelo. Estoy aquí contigo. Estaré siempre. Soy mamá. Soy tu mamá, pequeña. No te preocupes. Cuéntamelo todo, que no te suelto.
Papá sintió la misma punzada y se acercó a acariciarla, y me besó, mientras me apartaba el pelo de la cara, con cariño.
—Os dejo. Cualquier cosa, nos avisáis —dijo Inés, mi ángel—. Por cierto, ¿ya sabéis el nombre? —preguntó antes de abandonar la habitación.
Y al unísono, papá y mamá dijimos “Sí” y “No”. Yo “Sí”, él “No”. Me miró extrañado. Yo lo tenía claro. Y sabía que estaría de acuerdo.
La miré y arrancando a llorar y a reír a la vez le dije: “Sí. Se llamará Inés”.
Jooo.. que bonita historia!!! No soy mama aun y se me han saltado hasta las lagrimas!!! Muy emotivo!!!
Bonita historia…imposible no emocionarte!!