Atenta a esta frase porque tienes que grabarla en tu mente para que no se te olvide nunca: “Para cuidar a los demás, primero tienes que cuidarte tú”. Así es, una de las mejores formas…
Desde pequeña tomé prestadas las palabras que me colocaban próxima a algún familiar: eres clavada a alguien, no se puede negar el parecido o de tal palo tal astilla. Así vas construyendo tu imagen, te guste o no, en torno a esa persona de referencia. Asumes que, en determinados entornos, quizá dejes de ser quién eres para convertirte en la hija de, e incluso en esa misma persona. Es un largo camino y, con los años, entiendes que no importa, que hay lugares para viajar al pasado y que hasta resulta cómodo así.
Esta dificultad para separarnos es comprensible, porque ahí está esa selección de genes que delatan de dónde vienes. A veces, miro a las niñas y me reconozco en ellas: sus orejas, sus pómulos, el cabello de la mayor, la complexión de la pequeña… de igual modo que veo a su padre en sus barbillas y esos labios que adornan sus risas. A veces, son aspectos más sutiles: las miradas, los gestos, la manera de andar, de avergonzarse, un talento o la forma de explorar el mundo.
Estamos en ellas, no solo con aquella parte nuestra que inevitablemente les pasamos, sino con todo aquello que construimos a su lado. La parte que podemos controlar y que, por tanto, es responsabilidad nuestra. Esos aspectos que nos devuelve su reflejo invitan a reflexionar acerca de cómo nos expresamos en confianza, cómo son nuestros enfados y cómo dejamos correr la alegría.
Desearía transmitirles aquello que me ha resultado válido, aunque lo haya aprendido tarde, tal vez, porque todos vamos evolucionando, adquiriendo hábitos y reorganizando prioridades, según transcurre la vida y cómo esta nos zarandee o acune. Para mí, es fundamental asumir la responsabilidad de nuestras decisiones, a cualquier escala. Optar por no hacer nada, no intervenir o tomar distancia, también es decidir. Cada acto requiere de una decisión en base a lo que sentimos o pensamos, resultará más o menos acertada, pero ahí está y responde a unos motivos.
Trabajar la consecuencia es uno de mis propósitos, a nivel personal y con mis hijas. Analizar por qué hemos hecho o dicho algo ante una determinada situación y saber que podemos rectificar, que se puede pedir perdón al día siguiente, decir cómo te sentías o qué es aquello que te impulsó a reaccionar de ese modo. Expresarnos.
Trabajar igualmente en el sentido contrario, explicar a otra persona que su actitud te hizo sentir mal y que no aceptas ese trato de nuevo, por ejemplo. En ocasiones, tu elección puede encaminarse, sencillamente, a mantenerte al margen. Identificando que una situación te puede dañar, o que no puedes aportar de manera constructiva, y elegir tomar distancia. Respetar tu necesidad de espacio también es importante.
A veces, nuestra sombra sobrevuela a nuestros hijos y puede resultar difícil despejarla. No siempre será la proyección de aquello que nos quedó por realizar o que deseamos cursar de otro modo, al menos en mi caso, no es algo que amenace. No siento que deban cumplir con unas expectativas que se acerquen más a lo que deseo para ellas que a lo que ellas mismas imaginen para sí. No anhelo grandes resultados, no deben cumplir con ningún tipo de legado familiar, ni sienten el peso de continuar con los pasos ajenos.
Para mí, lo difícil es aceptar que deben tropezar con sus propias piedras. Y en ese “propias” está la cuestión. Visto con perspectiva, soy consciente de las decisiones que he tomado ante acontecimientos vividos ¿y sabéis qué? Las situaciones no son tan diferentes en sí, por eso creo que las piedras solo se camuflan. La vida evoluciona, por supuesto, y el entorno social también, y muy rápidamente, pero las relaciones humanas no cambian tanto o, al menos, eso me parece.
La necesidad de afecto, de pertenencia e identificación en el grupo y el desarrollo de nuestro potencial de una forma sana y empática, continúa moviendo las corrientes de la interacción entre iguales. No sabré evitar que se sientan heridas, que hieran o que su autoestima se tambalee, pero sí trataré de ofrecerles los recursos que me hubiera gustado conocer cuando me encontré ante la misma tesitura. Tal vez no podamos hacer más que escuchar y validar sus emociones, no es poco.
Al final somos mucho más que las hijas o las madres. Al final, lo que nos define es la suma de cada una de las elecciones que hemos tomado ante lo que ha ido surgiendo. No expreso esto de manera negativa, es hermoso reconocerse en nuestras familias, dejar que te acaricien con la mirada de lo conocido, observar a tus hijas y reflejarte en ellas.
Solo deseo que cuando les comenten “cómo te pareces a tu madre” sería bonito que se identificasen con algo más que el aspecto físico, que pusiéramos atención en los valores que transmitimos y en la fuerza que tienen para guiar su mundo. Que prefiero que me recuerden por haber cultivado su confianza más que por nuestro color de ojos.
En esa mirada hacia generaciones pasadas y futuras me centro hoy, poder decir con agradecimiento hacia atrás “te veo en mí” y con orgullo hacia adelante “me veo en ti”.
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