El proceso de adopción de un menor no es fácil. Ni siquiera tomar la decisión lo es. Requiere una reflexión profunda porque el bienestar del niño o la niña ha de primar en todo momento…
Y de repente, una mañana cualquiera, mientras estás en el trabajo, recibes La Llamada. Y da igual el tiempo que lleves esperando, lo que te hayas preparado para ella, todo lo que hayas leído o escuchado, lo que te hayan contado…
“Buenas tardes, llamamos de Menores. ¿Vuestra situación sigue siendo igual? ¿Estáis dispuestos a adoptar? Os llamamos para informaros que sois idóneos para un pequeño”
No entiendes nada. El estómago da un salto y el corazón te va a explotar en el pecho. Apenas comprendes lo que te dice esa persona por teléfono, no aciertas a preguntar nada, solo quieres estar segura de que no se han equivocado, que te están llamando a ti de verdad.
Después, todo es correr. Llamas a tu pareja, y se lo cuentas incrédula, con prudencia, bajito, sin creértelo del todo.
Cuando confirmáis que sí, que estáis dispuestos a ser la familia que ese pequeño necesita, van llegando más datos. Su edad, sus circunstancias, su foto y la ansiada fecha en que os conoceréis, apenas una semana después.
Y ahí empieza la carrera por intentar preparar todo lo mejor posible antes del día que cambiará tu vida para siempre. Trámites administrativos, trabajo, logística para el viaje, comprar lo mínimo necesario para la casa…
Y en medio de toda esta vorágine, la cabeza no para quieta, miras las fotos mil veces, te ilusionas y te angustias a partes iguales. ¿Le gustaré? ¿Le caeré bien? ¿Qué sentiré al cogerle o cuando me mire? ¿Sabré consolarle cuando se angustie? ¿Podré ofrecerle lo que necesita? ¿Seré suficiente para él? ¿Cómo cambiará nuestra vida? ¿Podremos con ello?
Y llega el gran día.
Preparados o no, ha llegado el momento. Antes de conocer a vuestro hijo, (sí, muy fuerte, pero vais a conocer al que será vuestro hijo), vuelven a entrevistaros, una vez más, y os detallan en profundidad su historia de vida, de la que seréis guardadores. Es el momento de preguntar todo lo que necesitéis, porque cuando él quiera saber acerca de sus orígenes, no sabrá nada de sus padres biológicos, solo tendrá acceso a un expediente relativo a él. Vosotros seréis su memoria. Y, de nuevo, un nudo en la garganta, se agolpan tantos sentimientos que no llegas ni a identificar. Una pena inmensa, nostalgia, felicidad, miedo…
Después, llega la hora de ir a conocerle.
Durante estos días has imaginado ese momento del mil maneras, has visto muchos encuentros similares en redes sociales, llenos de llantos y abrazos, pero lo cierto es que estás como congelada, como si estuvieras observando toda la situación desde fuera. El técnico de referencia, la familia acogedora, el bebé, tu pareja y tú. Os miráis, no sabéis que hacer.
Y te lo ponen en los brazos.
Es el bebé más bonito y simpático del mundo.
Miras a tu pareja, él te mira. Intentas leer qué está sintiendo.
Pasáis todo el día con el peque y su familia acogedora, observándoos, empezando a conoceros. Los primeros biberones y pañales.
Esa será la última noche que paséis solos como familia de dos. Ya, en una casa que no es la vuestra, los dos solos, podéis compartir cómo os sentís. Ha sido un día tan intenso, te sientes tan desbordada y también rara, incluso culpable, por no estar gritando de felicidad.
Esos primeros días, apenas cinco, son los que tenéis para “acoplaros” y que el bebé se separe de la familia que ha conocido hasta ahora. Pasan extraños, rápidos, pero a la vez lentos, queréis iros a casa, a vuestro refugio, reorganizaros allí. Tener la oportunidad de conoceros tranquilamente, con vuestras cosas, con vuestra gente.
El bebé llora, e intentáis adivinar qué necesita, a veces con más éxito que otras. Te angustias cuando tardas en calmarle y llora desconsolado, pero poco a poco, os vais entendiendo mejor, más rápido.
Cuando podéis volver a casa con él, la sensación es agridulce. Se abre todo un mundo ilusionante, pero dejáis atrás a la familia que él conoce. Otra separación, otra pérdida, más cambios. Es muy pequeño, no se entera de nada… pero está agitado, le cuesta más conciliar el sueño, incluso ensucia menos pañales. Lo abrazáis, lo acunáis, le cantáis, intentáis acompañarle lo mejor que sabéis.
Ya en casa, todo se desborda. Ahora sí que lloras. Ahora te sientes tan feliz que podrías gritar, también estás tan asustada que podrías gritar más aun. No puedes dejar de mirarle, de disfrutar cada hora que pasa durmiendo la siesta sobre ti, cada biberón que le das, cada baño, cada vez que le cantas mientras te observa, atento. Y, como si de un puzle se tratara, todo se va ajustando, vais cogiendo ritmo en las rutinas diarias. Y una noche, en la cama, mientras se está durmiendo, se gira hacia ti, buscándote hasta acurrucarse, bien pegadito a tu lado.
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